Sobre el frio azulejo marrón se enclavaban firmes las seis patas del canapé. Como hicieran hace siglos las columnas de Halicarnaso, aquellas patas, redondas, negras, brillantes y pesadas, aunque viejas y deterioradas por el cruel e inexorable paso del tiempo, aún se mantenían ahí, orgullosas, reflejo de lo vivido, sujetando sin tapujos el abombado techo de tela que irregularmente se desprendía a lo largo la cama. Creaban así, en su conjunto, un rectángulo perfecto, sombrío y apartado, el lugar idóneo como refugio de ácaros. Hacía un par de días que la escoba no pasaba por allí y ya se podía ver como el suelo había olvidado su pulida rectitud original prefiriendo ese otro porte, el que le otorgaba un relieve más ondulado, cargado y tosco, diferente. Algunas pelusas, residuos muertos de los dos perros que merodeaban durante el día la habitación, se agrupaban sobre los rosetones, círculos, pentágonos y hexágonos que geométricamente se dibujaban sobre el suelo. Con el aire, los gráciles bamboleos de las pelusas recordaban las ramas del verde olivo expuesto en primavera al sol, disfrutando de los rayos y la brisa que le regala la tierra llana. Un edredón blanco bien mullido caía por uno de los costados dejando entrever su silueta. Al fondo, una botella de agua junto a tres pares de zapatos escrupulosamente alineados en fila delimitaban el margen del canapé. Bajo el cabecero de la cama, una pared blanca que recientemente había sido pintada imponía el otro límite. A esa hora, ya de noche, tan solo la luz artificial que iluminaba la estancia era capaz de colar tímidamente algo de claridad en una zona tan recóndita y por lo general tan apartada de miradas ajenas; reducto de temores infantiles, aquel lugar oscuro y resguardado se prestaba para dejar volar la imaginación y recordar, con cierto halo de nostalgia, los inocentes temores que en una niñez ya casi olvidada, surgían por lo que allí abajo pudiera por la noche esconderse.
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